Pensé que seguiría igual. Uno se va con las ganas de
volver obligándose a creer que será por unos meses, hablas con tus amigos para
recordar que no será por mucho tiempo, luego cuelgas el celular y cierras las
aplicaciones con el ánimo de dejar la nostalgia en pausa, de dejarla encerrada en
el teléfono. Siempre que miraba la pantalla, pensaba que por esas finas fisuras
se escapaban de vez en cuando, ansias de escribir a algún familiar olvidado,
ver los estados de mis amigos, fisgonear algunas fotos de mujeres desconocidas,
buscar algún recuerdo que me entretuviera. Vi un cartel virtual en donde
invitaban a un congreso de biología, recordé que me había ido por una mujer y
lo único que conseguí fue un doctorado, una ironía pastosa, había huido alejándome de mi obsesión por los briófitos, es que los veía en todas partes,
en cada esquina eran antoceros, líquenes, hepáticas y musgos saliendo de todas
las aceras, veía sus partes en mi cabeza como si mis ojos llevaran una lupa
para dibujarlos, por eso siempre pude hacer de ellos una fotografía. Así fue
como conocí ese amor, dibujando. Me enamoré de ella cuando me propuso que la
pintara, pensaba que si era bueno con las plantas, ¿Por qué no con ella? Pero me
enamoré sobretodo cuando conocí sus piernas y su sexo velludo, era fascinante
y veía con mis dos lupas cada folículo piloso y como de cada uno de ellos nacía
ese vello hermoso, era como un musgo seco y aromático. Había huido de la ciudad
escapando de los líquenes y ahora me había enamorado. Quien lo creyera, una vez
me burlé de un amigo que se fue de viaje por un sueño, se fue sin dinero y fue
feliz, o eso mostraba su Facebook, ¿y yo? ¿Era feliz? Mis dibujos tal vez
decían otra cosa.
En el muro de una compañera de estudio que hace muchos
años ni le escribo, vi una fotografía que explicaba un poco la función de estas
plantitas: "Los briófitos, son plantas
epífitas, no vasculares, no tienen xilema ni floema, crecen sobre otro
organismo y necesitan agua en el sustrato que colonizan para vivir". La
publicación hablaba de la importancia de algunas sub especies de musgos y, en
seguida, una fotografía de la plaza central, impecable, sin una sola mala
hierba. Eso era triste para mí, estaba obsesionado con esos pequeños pastos
verdes que aparecen en las comisuras más extremas de las losas de concreto y
piedra de la plaza, como una plaza depilada y pura. Ahora las ciudades modernas
persiguieran esos inofensivos vellos capilares que nacen en los folículos
pilosos de las aceras, querían acabar con ellas, así como las mujeres modernas se
afeitan ese musgo que crece en el pubis.
Por eso me fui, quería largarme para no ver más esas
plantas indeseadas en las plazas públicas, y terminé enamorado de los antoceros
que nacen en un lugar privado. Me fui buscando un amor y ahora soy doctor, como
si el título lo regalaran por la compra de un despecho. A veces siento que ese
despecho se parece mucho a la obsesión que tengo por las hepáticas, una sub
especie de obstinación que en lugar de ver el musgo en las fisuras de las casas,
me hace ver tu pubis en todos lados, saliendo entre las tejas de las casas del
centro, creciendo rezagados entre los ladrillos de los antejardines, en los
bordes del sumidero del desagüe, en las esquinas de algunos salones de la
universidad donde ahora trabajo.
Me fui siendo joven y lleno de preguntas, regresé con
un par de años más pero vacío de respuestas. Nunca supe porque añoraba ese olor
aromático. Había huido también buscando un amor, y lo que había encontrado era
el cartón de un posgrado. Ahora que regresé me pregunto si tu entrepierna sigue
igual, ahora ya no siento tanto interés por los musgos, ahora te veo a ti
creciendo en las dunas de mis circunvoluciones manteniendo la humedad de mis
ideas.